Yo sé que incurro en vanidades al nombrar y nombrarte, al imaginar las virtudes y presagios que hay debajo de tu piel. ¿Cuántas noches podré soportar tu peso sobre mi palabra? ¿Cuántas vidas hallaré desperdiciadas, antes de lograr un roce molecular de tus cabellos? Yo sé que es inútil cualquier sílaba que apunte a tus ojos, cualquier palabra que recorra tus mejillas, ya no decir de una frase que se pose en tus labios.
La noche maldiga los intentos de onirismos de mis ideas. Sin embargo, no hay otra forma de sostenerte entre mis nubes, que no sea la de soplar desde mis horizontes y lograr que el mundo gire alrededor de ti, y que las estrellas se resbales en tus hombros, y que los cometas se resbalen por tus caderas para posarse alrededor de tu universo.
Por eso, y sólo por eso, mis palabras hoy tienen toda la virtud de nombrarte a pesar de saber el destierro de un efímero instante. Esa nostalgia de no poder tocar tu mano por el temor de un no volverte a imaginar.
Sin embargo, siento las eses de tu aliento sobre mi respirar. El jadeo de tu vivir sobre mis entrañas. La angustia de las cadenas sobre mis manos y mi palabra, el desencanto de la mirada sobre la impotencia. Insisto, sin embargo, ahí estás y te puedo tocar y me puedes mirar cómo lanzo el dardo de la angustia, la verdad hecha deseo, el sentimiento ancestral de concatenar dos almas, dos ideas, una cintura y un abrazo.
No hay más, lo sé por la vacuidad de la noche. La idea me ha parecido formidable: el deseo de bullir entre tus ideas y descubrir las afinidades de tus pliegues. Tal vez el sueño de mis palabras contengan la magia de convertir los somníferos deseos en subjetiva realidad.