La niña tendría unos nueve o diez años. A ratos pareciera que todo lo que existía en el mundo, le pertenecía por completo. Su pestañeo bastaba para estar aquí y de pronto allá, nada era impedimento para que su pasos recorrieran cualquier camino. La calle también era de ella. Su pasatiempo preferido era burlarse de todas las personas que se le colocaban al frente, a un lado y en cualquier lugar. Su indiferencia se extasiaba aún más con los que no le conocían. Yo le miraba ya con cierta costumbre cada vez que tenía que pasar frente a ella. Era el camino obligado hacia el estacionamiento.
Parecía que a nadie le preocupaba darle vestido o alimento. Sin embargo, ella sí parecía preocuparse de vestir al viento. Sus ademanes eran graciosos, como los de una bailarina de caja de cristal peinando las nubes.
Ese día era como cualquier otro, sin embargo, sus únicas esperanzas en esos precisos momentos, eran las de encontrar a una ranita escondida detrás de unas bolsas de basura recargadas en la pared. La niña dejaba tendido su cuerpo sobre el piso húmedo de aquel apestoso pasadizo subterráneo y al fin logró encerrar en su palma al pequeño animal. Siempre he tenido la sospecha, de que en el interior de la niña, jamás ha existido el polvo y la suciedad. También creo que las paredes de su existencia no se han manchado, ni aún con la mugre y basura sobre las que se embarraban sus cabellos hirsutos. Tal vez en su ayer quedó clavada la blancura de una rosa entretejida en sus sienes. Jamás le había visto a alguien que pareciera ser una madre o cuando menos a alguien quien le recogiera sus sueños infantiles; bueno, pero son tan solo conjeturas mías. De lo que sí estaba seguro, era que el olor a ríos y praderas todavía galopaban sobre su pecho y por eso no le importaba que la mirasen, quienes se aventuraran a hacerlo.
En esta ocasión, mi vista estaba perdida en toda ella y de inmediato se percató de mi osadía. Presentí que la burla se escaparía nuevamente de sus ojos y que tal vez me escupiría diez o quince indiferencias. Nada de eso. Cuál fue mi sorpresa al verla pararse frente a mí. Extendió su brazo y en un gesto de ofrecimiento, abrió su mano para que mirase a la pequeña ranita rescatada del olvido. Jamás olvidaré su mirada perdida en los contornos de sus dedos. Ella parecía jugar con mi sonrisa nerviosa. La verdad es que no se si era ella o todo el ambiente el que olía a pura hipocresía pero muy pronto me di cuenta que era yo el que apestaba. Esquivé hasta su sombra, me di la media vuelta y a cambio le regalé el placer de tener en su otra mano, el olvido de un sueño diluyéndose en la corriente del asfalto que me esperaba afuera del pasillo.
Al día siguiente extrañé sus olores, sus indiferencias, esa mirada que rodeaba a los caminantes. Qué orgullo para mí al saber que fui un vencedor, el único gladiador en el mundo que no se dejó vencer por un ser de la calle, de esos que abundan en cualquier ciudad. ¡Uf! !Qué alivio! Si no, sabe Dios qué lágrimas estaría yo derramando con la noticia de una niña y su ranita atropelladas por un coche fantasma.
La indiferencia de las ranitas me hace llorar por Rafael Jurado Mendoza (Rhafhaell) se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.